El ruido ensordecedor de los altoparlantes promoviendo los aires musicales en boga compite con el repique de grupos de atabales y de otros ritmos vernáculos que en alegre jolgorio recorren el pueblo, integrando a un eufórico cortejo de mozalbetes que le impregnan colorido y sabor provinciano a las fiestas. El golpeteo de cascos, al impactar el pavimento, complementado con el metálico sonido de frenos, espuelas y el estridente silbido de los fuetes, pitos y otros aditamentos, nos pone sobre aviso de que se acerca una nutrida cabalgata, compuesta por elegantes jinetes –mujeres y hombres-, enjaezados al mejor estilo vaquero y montando briosos corceles de paso fino que, por años, han constituido el orgullo de los hacendados locales que se dedican a su crianza.
Cual que sea el punto en donde lo envuelva la multitud, todos los caminos han de conducirle, como en torbellino, hacia la Plaza de Toros, emblemático lugar en donde la población celebra uno de sus más pintorescos eventos, herencia viva de la cultura recibida como legado del conquistador español y que al estar desprovista del componente de sangre e indolencia que caracteriza a los encierros y rodeos ibéricos, se constituye en una sana actividad a la que se integran las bulliciosas multitudes, en derroche de jolgorio y al son de bucólica teatralidad.
Santa Cruz de El Seybo o Icayagua, la villa blasonada fundada por Juan de Esquivel en 1502 como parte del amplio proyecto de expansión y control territorial de la isla Hispaniola encaminado por el Comendador Frey Nicolás de Ovando, celebra sus fiestas patronales el día 3 de Mayo de cada año, dedicadas a la Santa –o Santísima- Cruz y junto a las múltiples demostraciones de respeto y veneración que envuelve la integración a estas festividades propias de la religión Católica, afloran, también, las naturales expresiones folklóricas, un tanto profanas, propias del ambiente populachero y mundano, en consonancia con las características que tipifican la idiosincrasia del dominicano común y corriente.
Las calles y plazas devienen en convertirse en un hervidero humano por el que apenas se puede transitar. Las aceras lucen atiborradas de vendedores de comestibles, bebidas, recuerdos y otras minucias y desde media mañana la mayoría de los centros de diversión se encuentran repletos de gente que busca un observatorio cómodo y acogedor que les permita monitorear los desfiles, cabalgatas y otras incidencias que han de producirse en el transcurso del día.
TRADICIONES
El respeto a las tradiciones locales o la simple curiosidad por conocer, palpar y desandar los pasos en el interior de la antiquísima basílica destinada a guardar veneración a la Santísima Cruz -cuya construcción se remonta a los tiempos de la colonia-, concita, desde primeras horas del día, el interés y afluencia de los visitantes, quienes con extremo fervor se integran a los oficios religiosos. Allí, empotrada en un lugar cimero y a la vista de todos, reposa la impresionante cruz de ébano, enchapada en plata, adornada con ribetes de oro y piedras relumbrantes, en cuyo crucero fue colocada una pieza del Lignum crucis, madero de la cruz en que Jesucristo fue crucificado, tal y como sostiene el catolicismo. Dicha reliquia fue donada por Monseñor Adolfo Alejandro Nouel, Primado de América, siendo colocada en una ceremonia efectuada el 4 de Noviembre de 1912.
Una indescriptible sensación de paz interior envuelve a todo aquel que se desplaza por los pasillos de la vetusta estructura en respetuosa observancia de los preceptos señalados por el Creador. Y a pesar de la leve penumbra que domina el amplio espacio, la humilde simplicidad de las rústicas y añejas banquetas, los descollantes elementos de la arquitectura colonial y del arte religioso presentes en este templo, junto a la presencia de vivificantes y traviesos reflejos de luz que penetran por doquier, terminan por doblegar la resistencia del más circunspecto e indiferente visitante, de paso por estas latitudes.
Afuera, un sinnúmero de elementos de interés, de esos que nos hacen quedar prendados de las ofertas costumbristas de algunas poblaciones, pugnan por salir a flote, para hechizarnos y dejar grabadas en el recuerdo aquellas cosas que nos permitirán evocar y desear regresar, una y otra vez a este simbólico lugar.
Aledaño a la iglesia y en un extremo del Parque Eugenio Miches se encuentra el Monumento de Los Cañones, que conmemora la Batalla de Palo Hincado, escenificada el 7 de Noviembre de 1808, a poca distancia del pueblo, en la carretera que conduce a Hato Mayor. Tras arengar ardientemente a un aguerrido ejército de criollos y enarbolando la permanencia del control hegemónico español en la parte este de la isla, el Brigadier Juan Sánchez Ramírez derrotó, en la citada batalla, a las fuerzas francesas, a cuya cabeza marchaba el general Louis María Ferrand.
No muy lejos de allí, sobrevive, todavía, la añeja empresa familiar que produce, embotella y distribuye el refrescante Mabí, bebida que goza de amplio aprecio entre la población a nivel nacional y que, por su gran popularidad, ha sido calificada por muchos como el champán seibano.
De igual forma, la inquietante emoción por conocer y paladear los famosísimos dulces y conservas de Doña Tula, elaborados a nivel artesanal por la hacendosa seibana que responde a este nombre y que se ha empeñado durante mucho tiempo en endulzar la vida de lugareños y visitantes, nos impele a visitar, en aparatosa andanada, el popular establecimiento en donde se ofrecen al público estas sabrosas y variadas ricuras.
La fachada del antiguo Cine El Prado, arropada por el paso inexorable de los tiempos y la impronta del modernismo, a pesar de su penosa decrepitud, exhibe aún cierto toque de dignidad y decoro, legado de esos años idos, de la danza de los millones y la bonanza derivada de la zafra cañera, cuando sus salones eran atiborrados de un público ansioso por conocer de cerca la magia y grandeza del technicolor y a sus más famosos exponentes.
EDIFICACIONES
Tal y como ocurre con el antiguo cine –una parte de cuyas instalaciones ha sido convertida en barbería-, algunas viviendas de fino estilo arquitectónico victoriano o con fuertes influencias de la cultura árabe y que sirvieron en su momento de lugar de residencia de prestantes individuos de la sociedad seibana exhiben, en el presente, derruidas fachadas y ruinosas estructuras , debido al descuido e indolencia de sus propietarios o las autoridades encargadas de los asuntos municipales y urbanísticos. Tales construcciones amenazan con colapsar en cualquier momento, poniendo en peligro la seguridad ciudadana y enterrando, para siempre, recuerdos y vivencias de un ayer que, al parecer, solo interesa a algunos, pero que forma parte del pasado histórico y el tesoro patrimonial de la población.
A pesar del paso de los años, otras estructuras con mejor suerte, se mantienen impertérritas y en proceso de renovación. La antigua cárcel, por ejemplo, de ingrata recordación por su pasado ominoso y las pérfidas actuaciones que incubó y encubrió en el pasado, está siendo sometida a un decidido proceso de reparaciones y remozamiento que la han de dejar convertida en un vanguardista centro cultural en donde broten y se multipliquen las artes y las ideas, para que, como quien dice, en lo adelante brille la luz en donde antes se enseñorearon las sombras y la sinrazón.
El Hotel Santa Cruz, que por mucho tiempo se ha mantenido descollando como el mejor establecimiento en el ramo, en toda la población, también viene siendo sometido en el presente a un novedoso y ambicioso proceso de modernización que involucra el incremento de su oferta habitacional así como la aplicación de impostergables reparaciones que demandaba la antigua planta física del afamado destino turístico.
La casa solariega del prestante munícipe Carlos Rafael Goico Morales, fino artífice de la palabra y afamado jurista y hombre de letras quien, por demás, ostentó en dos ocasiones la alta investidura vicepresidencial de la República, se mantiene impecable, al cuidado de sus sucesores, contando con el aprecio y respeto de la colectividad y exhibiendo la misma dignidad que ostentó en vida de su finado propietario.
En la vecindad de esta venerable vivienda y haciendo ángulo con el punto en que se bifurca la carretera formando dos ramales, de los cuales uno se orienta hacia el norte, hacia el municipio de Miches y otro se proyecta en dirección noroeste, en ruta hacia la ciudad y provincia de Hato Mayor, en este preciso punto, repito, se encuentran ubicadas dos esculturas que simbolizan parte de los elementos históricos y culturales de la ciudad y la provincia de Santa Cruz de El Seibo. En la primera, con el conjunto de una figura femenina acompañada de un adolescente a quien le señala el sendero correcto que éste ha de seguir en sus acciones futuras, se honra a las personas de Doña Manuela Diez (nativa de este terruño) y a su prestante hijo, el Padre de la Patria Juan Pablo Duarte y Diez.
El siguiente conjunto escultural nos presenta una escena en la que se debate un fornido y furibundo toro frente al lance de un torero que con maestría y habilidad elude la contundencia de los embates y la peligrosidad de la cornamenta del animal. La misma constituye un tributo a la herencia cultural de las populares y concurridas corridas o rodeos a que hicimos mención al principio, así como al proceso de crianza de esta especie animal, tanto para ser usada como bestia de carga en los campos cañeros como para el consumo humano.
De igual forma, en un punto no muy lejano de allí, se erige la Cruz de Asomante, altiva estructura de carácter religioso con que los pobladores reafirman su arraigada condición cristiana.
Pero, El Seibo es mucho más que eso. El marco de unas fiestas patronales no permite el tiempo, el espacio y la dedicación para conocer la totalidad de monumentos y plazas dedicados a glorificar personajes históricos, fechas conmemorativas o elementos culturales de la región. Por igual, resulta imposible disfrutar en tan breve ocasión las múltiples atracciones, los paisajes naturales, los ríos, valles y montañas y la maravillosa oferta en materia de turismo ecológico que adornan a esta provincia -y sus municipios-, enclavada en la zona Este de la República Dominicana.
Tampoco es dable conocer, de una sola vez, las ofertas turísticas, con su vistosa cantidad de hoteles, playas, lagunas paradisíacas, recintos indígenas y balnearios así como las zonas de producción agrícola y ganadera, que constituyen, hoy por hoy, su principal soporte de sustentación económica.
De igual forma, serían necesarios extensos escritos para hacer mención, con la debida justicia, de los aguerridos prohombres y libertadores así como destacados hombres y mujeres de estas tierras que a lo largo de la historia han descollado a nivel nacional e internacional en diferentes disciplinas y ocupaciones, llenando de orgullo a sus comunidades. Esos temas han de quedar en el tintero, a la espera de nuevos enfoques, con mayor amplitud y detalles de vivencias.
Sin embargo, hubo algo que, en esta ocasión no se podía posponer, porque no me lo habría perdonado nunca. Ese algo es de naturaleza intangible. No está amparado en recuerdos ni vivencias. Apenas en referencias y detalles. Un imperativo, a veces súplica, otras tantas mandato, que no debía postergar por más tiempo.
Es por ello que, siguiendo los dictados del corazón, aquel día dejé correr mis pasos, a su libre elección, sin rumbo fijo ni final, mientras los demás contertulios disfrutaban a sus anchas de las fiestas patronales de la Santa Cruz de El Seibo. Y he aquí que, contando apenas con vagas referencias de calles, apuntes de nombres y señales inequívocas de lugares, que habían quedado arropados por la bruma del pasado, regresé, al cabo de casi cinco décadas, a un solar ubicado en la calle Juan de Esquivel, detrás del Cine El Prado. En este preciso lugar estuvo ubicada la casa en donde vivían mis padres cuando yo nací, allá por los años 50´s.
Un indescriptible sentimiento, que no llega a ser nostalgia porque apenas residí en aquella población los primeros meses de mi vida, me invadió por completo al recorrer, palmo a palmo, el espacio deshabitado en donde una vez estuvo la vivienda que constituyó el nido de amor de mis padres y de la cual mis hermanos mayores guardan aún hermosos recuerdos. También visité la casa de mi madrina de bautizo, con quien me confundí en un profundo abrazo. Ella aún permanece en la que ha sido su casa durante más de sesenta años.
Y finalmente, la curiosidad y el ego, marchando de la mano, condujeron mis timoratos pasos hacia las instalaciones del hospital Dr. Teófilo Hernández y desde afuera, a pesar de las remodelaciones que experimenta dicho centro en la actualidad, pude ubicar, con relativa precisión, el pabellón en que estuvo recluída mi madre, luego del delicado parto en que, con la ayuda de Dios, me brindó el privilegio de la vida.
Ella se constituyó en el hilo conductor que me ha permitido reconstruir -y recuperar-, con honda satisfacción, esta parte de mi vida. La Otra parte de mi existencia está enclavada, con poderosas raíces y por vía paterna, en las tierras ardientes, exuberantes y seductoras de la Provincia Dajabón, en la Línea Noroeste y la frontera norte de nuestro país.
Por muchos años arrastré una enorme deuda de amor y gratitud hacia El Seibo, mi pueblo natal, que hoy, espero haber saldado. De igual manera, en el proceso de integración con su gente y sus costumbres aspiro desarrollar nuevas experiencias que se constituyan en el motor generador de emociones refrescantes que pasen a integrar un nuevo baúl de nostalgias y añoranzas. Con ello podré, quizás, enmendar el desapego que había venido exhibiendo hacia las cosas del pueblo que me vio nacer.
Un amplio número de mis familiares por vía materna son oriundos de esta provincia y otras comunidades aledañas. Algunos permanecen, todavía, en El Pintado, pintoresca localidad rural en ruta hacia Higüey y La Romana en donde mi madre vivió gran parte de su infancia. En homenaje a esos descendientes que llevan estampados los apellidos Arriaga y Mariano, escribo este texto. Y de manera especial, a Cornelia, mi madre, en éste, su 88vo. cumpleaños.
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